Camino de sangre by Cesare Pavese & Bianca Garufi

Camino de sangre by Cesare Pavese & Bianca Garufi

autor:Cesare Pavese & Bianca Garufi [Pavese, Cesare & Garufi, Bianca]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1959-01-01T00:00:00+00:00


VII

Giovanni

Estaba de nuevo solo. Intentaba convencerme de que el ir y venir, el desorden, eran consecuencia de la desgracia de aquel chico, de nuestra llegada intempestiva durante la desgracia, pero sabía que no era así, que aquella era la manera de proceder de Silvia y de sus parientes, de aquella casa, y me daba risa pensar que el despótico abogado tenía que aguantar eso de sus mujeres. En el abandono en que me hallaba percibía a una Silvia que conocía bien, la angustia pueril de Silvia siempre dispersa y siempre sola. Acalorado por el vino, la compadecí, y también a su madre.

La chimenea se apagó y empezó a hacer frío. Silvia no regresaba. Oí retumbar unos golpes pesados en la cocina, como si una persona estuviese partiendo algo. Entonces me puse a caminar por la habitación y veía los espejos, las cortinas, los cachivaches: no podía mirarlos, también ahí estaba Silvia, la infancia de Silvia. En el gran espejo que había sobre la repisa vi a un hombre tranquilo, un poco solemne, con los ojos inmóviles. ¿Silvia de niña había pensado alguna vez que ese espejo reflejaría a ese hombre? Yo era ese hombre para Silvia. ¿Era posible?

Los golpes seguían sonando con estruendo y desconsideración. Pensé que mi destino quizá se había decidido esa noche, en las cautas palabras cambiadas alrededor de la mesa, frente a ese espejo. Eso había buscado al ir allí con ella. Esta vez había ocurrido algo irreparable. Durante muchos meses había esperado este instante, lo había anhelado, y ahora que había llegado no sabía sino pararme frente a un espejo y preguntarme qué hacía ese hombre en esa casa. Ya, claro, a ella se le estaba muriendo un hermano; pero yo también había estado a punto de morir ese invierno, ¿y acaso alguien se había ocupado de mí? Volví a sentir rencor —un rencor humillado— porque un ridículo lazo de sangre fuese más importante que un sufrimiento que había durado tanto tiempo.

Fue entonces cuando decidí ir a buscarla. Subí las escaleras y, tras recorrer el pasillo, llegué a mi habitación. Catina me había dicho que Silvia dormía en la habitación del fondo. Me acerqué y llamé despacio. Lo sabía. Silvia seguía con el chico. Abrí despacio la puerta, llamé. Busqué a tientas el interruptor y encendí.

Era una habitación de ladrillos rojos, y al fondo había una camita de hierro. Las ventanas y las persianas estaban cerradas. No había lámpara en el techo, sino en una mesilla que estaba junto al cabecero de la cama, lo cual empequeñecía la habitación, la hacía tierna e infantil. Sobre la cama seguía el abrigo de piel de Silvia.

Salí al pasillo y, aguzando el oído, regresé a mi habitación. Volví a oler el aroma a fruta y brasas, pero también allí hacía frío y solo al apagar la luz vi un resplandor en la chimenea. Entonces abrí de par en par la ventana, me tapé con el gabán y, sentado en el sillón, me quedé a oscuras mirando la campiña. Pensé en muchas cosas, me parecía que viajaba de noche.



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